Sin embargo, probablemente nadie supo pronosticar (un año atrás) que esa abstención de los socialistas iba a materializarse gratuitamente, sin ninguna contrapartida.
O casi ninguna: la abstención permite ganar tiempo y evitar unas elecciones en las que, aparte de un temible (aunque incierto) castigo electoral, hubiera sido obligatorio realizar una consulta a las bases para la elección del candidato. Desde que una parte del aparato territorial del partido forzara la defenestración de Pedro Sánchez en el Comité Federal del 1 de octubre, evitar cualquier decisión que implique consultar, de un modo u otro, a la militancia ha sido y será el criterio primordial en la actuación de la gestora del PSOE. Al menos, hasta que se haya apaciguado (¿‘cosido’?) la fractura interna en la organización.
Sin duda, el dilema que tenían ante sí los miembros del Comité Federal de este fin de semana era tremendo y les ha forzado a escoger entre lo malo y lo peor, sin tener la certeza de qué era lo uno y qué era lo otro.
El problema para los socialistas es que la fórmula para ganar tiempo (dejando formar gobierno a Rajoy en un parlamento tan fragmentado) produce un escenario muy inestable, que difícilmente les aportará el margen de tiempo y fuerzas necesarios para la tarea de reconstrucción de la organización, menos aún para elegir y foguear un nuevo liderazgo alternativo que consiga suscitar el consenso interno. En ese intento, el PSOE afrontará dos dilemas cruciales, uno interno y otro externo, que condicionarán su rol de oposición.
Dilema 1: ¿tolerar o aplastar la indisciplina interna?
A pesar de que algunos habrán leído con optimismo que la abstención haya reunido más apoyos, dentro del Comité Federal, de los que forzaron la caída de Sánchez tres semanas antes, el PSOE no solo sale de este proceso profundamente dividido sino que las líneas de fractura interna se solapan entre sí, reforzando el peso de la brecha entre unos y otros: fracturas territoriales, respecto al papel de la militancia en el proceso, respecto al perfil de los votantes que aspiran a representar, respecto a la estrategia de competición con Podemos, respecto a cómo afrontar la cuestión soberanista catalana y al diálogo que se ha de mantener con los partidos nacionalistas periféricos… Cuanto más ajustada a la realidad pueda resultar esta percepción, mayor es el riesgo de que se estén fraguando facciones irreconciliables.
A fin de evitar esa imagen de fractura en el grupo parlamentario, la dirección provisional tratará de forzar la disciplina entre los diputados socialistas mediante veladas amenazas de represalia a quienes no respeten la decisión del Comité Federal. Diversos analistas han recordado estos días el valor positivo de la disciplina para los partidos. No obstante, el significado de la disciplina parlamentaria cobra sentido para los partidos ante decisiones individuales que rehúsan respetar la decisión mayoritaria.
Por el contrario, cuando los rebeldes constituyen un grupo sustantivamente mayor y articulado, el problema tiene que ver, más bien, con el trilema de Albert O. Hirschman sobre salida, voz y lealtad en las organizaciones. Así, por razones diversas (y siempre obviamente discutibles) una minoría relevante del PSOE rechaza abstenerse ante Rajoy, significativamente en aquellos territorios donde Podemos y sus confluencias les están superando o ya han superado y se arriesgan a acabar en la irrelevancia política. Por ello, tratan de conjugar su lealtad al partido con una voz diferenciada, que permita representar en el PSOE a los militantes y votantes que no comparten la decisión táctica del PSOE. De resultar efectivo, el empleo de esa voz posiblemente no se limitaría solo a la investidura sino que podría resonar durante lo que quede de legislatura.
El problema es que esa voz implicaría acumular el desgaste de la abstención en aquellos que sí facilitarán la elección de Rajoy, y en sus líderes, lo que podría inhabilitar a estos últimos, a ojos de los militantes, como aspirantes a dirigir el partido en los próximos meses. Para evitar esa situación, los defensores de la abstención tratarán de forzar la lealtad y compartir la ‘mancha negra’ de la abstención entre todos los diputados. Y con ello podrían amenazar con la salida (la expulsión o degradación de estatus) a los que empleen su voz.
Esta opción de salida tendría algunas derivadas internas para la batalla por el liderazgo del partido a corto plazo.
La salida del PSC podría implicar su apartamiento de los principales órganos del PSOE. Esta decisión afectaría, entre otros, al equilibrio de fuerzas dentro del Congreso Federal, puesto que la salida de los delegados catalanes aplanaría la mayoría para las federaciones del sur, cuantitativa y cualitativamente.
De igual forma, la salida individual de diputados y afiliados críticos con el golpe de timón de esta semanas perjudicaría esencialmente a los partidarios de la opción Sánchez (que no significa necesariamente el candidato Sánchez), quienes verían decrecer sus apoyos internos en beneficio de otras opciones.
Todo ello puede suscitar algunos cálculos interesados en el corto término. Pero en el largo plazo, como Hirschman pronosticaba, el recurso (o la imposición) de la salida para los críticos marcaría probablemente el declive irreversible del PSOE, al menos como opción mayoritaria de la izquierda que aspire a recuperar ese electorado perdido que identificaba Ignacio Urquizu en un artículo reciente.
Dilema 2: ¿combatir al gobierno de Rajoy o conjurar un nuevo adelanto electoral?
La decisión adoptada por el Comité Federal asegura, de nuevo, la presidencia para Mariano Rajoy. Los dirigentes socialistas han tratado de argumentar que la abstención sin contrapartidas podría significar una oportunidad para desmontar el edificio legislativo levantado por el PP en la anterior legislatura. Dejar gobernar al PP para humillarlo políticamente.
Esta operación se presume altamente improbable. Si bien es cierto que un gobierno en minoría funcionará con una lógica distinta de la mayoría absoluta con que Rajoy gobernó sus primeros años, diversos factores favorecerán la iniciativa del Gobierno: primero, porque las reglas de funcionamiento le otorgan al ejecutivo preeminencia ante el legislativo en el proceso político, como apuntábamos hace algunas semanas; segundo, porque la mayoría absoluta del PP en el Senado ralentizará las iniciativas contrarias no pactadas; tercero, por la inevitable disputa entre partidos de la oposición por ganar perfil propio, lo que en ocasiones favorecerá acciones conjuntas, pero en muchas otras, lo contrario; por último, no hay que olvidar factores de orden no estrictamente parlamentario que refuerzan la posición estratégica del PP en las autonomías gobernadas por los socialistas (donde Podemos aprovechará cada momento para exponer la vulnerabilidad de los barones del PSOE) y el control indirecto sobre las finanzas autonómicas que ejerce el Ministerio de Hacienda desde que España se encuentra intervenida de facto por la Unión Europea.
En realidad, en pocos días Rajoy volverá a recuperar todos los resortes del poder, algunos de los cuales llevaban congelados desde que se convocaran las elecciones de 2015. El más importante de ellos, el botón para decidir cuándo concluirá la legislatura.
Por eso, podemos esperar a partir de ahora que el calendario de lo que queda de legislatura coincidirá grosso modo con el calendario interno del PP, que Rajoy programará tanto para –ahora quizá sí- organizar su sucesión como para planear la recuperación de aquellos gobiernos autonómicos y municipales perdidos hace un año.
En ese contexto, no está claro que el PP opte por avanzar excesivamente la disolución de la legislatura a la próxima primavera o verano (como se especula). Ante esa amenaza, el PSOE seguirá debatiéndose continuamente entre tratar de combatir la minoría del PP, obstruyendo la gobernabilidad, o bien de cooperar con el PP con el fin último de evitar un indeseable anticipo electoral. En ambos casos, el PSOE tendrá la competencia asegurada de Podemos y Ciudadanos, que tratarán a su vez de resolver mediante el juego parlamentario sus propias contradicciones internas.
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